30 ago 2015

Día veintiuno

Elena siempre sueña lo mismo. Se levanta con el pellizco avinagrado de la tristeza, deprimida y exhausta, adoctrinando la costumbre con desaliño de perro flauta y esperando el informe de alta. Tiene un piso en la macarena, de macetas con hierbabuena, alicatado con azulejos, sembrado de muebles viejos, lúgubre y aceitoso, con buzones de viudas sin esposos. Lo compró el padre de Juan a la par que la quincalla y los talones de Elena se enroscan con venda de malla.

 Me gusta visitarla... una vez por semana, le regalo pestiños y pan de la Algaba y ella se entretiene con el tacto de las toallas. Me pregunta por Pedro y le engaño con mesura y ella se hace la tonta pidiendo la unción del cura. Elena es pellejo colgante de senil anatomía y confunde leyes y versos y la noche con el día. Ingresó a la par que Pedro, fustigada por el olvido y Pedro añora los brazos de su marica querido, par de dos desgraciados, infantes de la locura, raquíticos de un cruel pasado, del amor caricaturas. Es innoble el suplicio de dos cuerdos diagnosticados que laten sin pulsaciones y mueren adocenados.
Ha venido de visita el hijo de la pobre Elena, un pancista tendenciero, de mugre y reloj de arena, fláccido de lente oscura, predicador de interés y usura y le ha traído un pijama con botón y sin costuras. La visita fugaz ha sido fría y sin besos y a Elena de dormir de lado, le duelen todos los huesos. Para descansar cerrará en Agosto la quincalla y Elena jamás posará los talones en la playa, menudo hijo de puta, menudo hijo canalla, maldito su vómito estulto a dónde quiera que vaya.
No puedo evitar la pupila nublada, una pena sombría y el hilo que enhebra mi breve alegría.
Si la vejez me llega, que me pille dormida, desmemoriada y absurda, de escribir aburrida, harta de risa y tango, demócrata convencida, antigua de enagua vieja, insociable y mal parida.

Con vaivenes y caídas, habré vivido mi vida.

 

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