30 ago 2015

Día veintitrés

El pueblo dónde veranea Marivi está sembrado de viejas sin dientes y pescadores viudos, con casas de ínfima altura y ventanucas desoxigenadas.Al caer la tarde, las sillas de enea conforman un zig zag de rumorología, aposentadas de culos cotillas y ocio desasistido.
Marivi, que no conoce a nadie y sólo recala en el pueblo durante el estío, lleva una semana recorriendo los mercadillos empedrados de la sierra, de dónde cuelgan batas de bambula, zapatillas de esparto artesano y gallos de bronce de Santo Antonio y sus freguesías. Al final de la calle principal del mercadillo de las dunas, instalan cada domingo un bar ambulante con olor a aceite de arbequina, abastecido con pescado sobrante de la lonja, en dónde Marivi se para a descansar las prótesis de las rodillas. Al filo de las dos, los ambulantes desvalijan su mercancía y vociferan los estertores de las ofertas del día mientras Marivi intuye, al otro lado de las dunas, el perfil arrinconado de Andrés y la filigrana del humo de su cohiba. El portugués recuerda los besos robados tallados en la pontona flotante del guadiana mientras descubre el verde de los ojos de Marivi, tan profundos como el fado de Tavira, tan verdes como los pinares de Cartaya...

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