30 ago 2015

Día veinticinco

Las postrimerías del verano tiñen el cielo de nubarrones otoñales mientras vociferan los niños en un canto preescolar nostálgico y almibarado.Por las tardes, cuándo la siesta se vence y el café husmea, el mar pierde su olor a salitre derrotado por la hornada del hojaldre de las Conchas, una cafetería de dos décadas regentada por Camila, a quién Andrés ha alquilado una casa de techos bajos y ventanucas azules, frente a la ría dónde se pierde el ferry ayamontino. Marivi evita el sol arenoso del mediodía y pasea la baja mar a eso de las nueve, ejercitando su artrosis siempre recostada sobre la humedad de la última ola. Al final del horizonte, dónde se diluye el perfil de la frontera, Marivi ve acercarse una sombra torneada de hombros enjutos y piel lacerada. Es él, el portugués con el que sueña Marivi, el de la casaca, el pelo blanco y el humo eterno de un solitario cohiba..

-Te llamas Marivi, ¿no es cierto?
-Sí, me llamo Marivi, ¿nos conocemos?

 

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