30 may 2015

Día seis

Día 6.

Hoy es viernes.Me gustan los viernes porque huelen a descanso y tienen el poder ácido de las batallas dialécticas más cruentas, aquellas que se libran en los agujeros del hielo en dónde nadie paga las cuentas.
Los viernes siempre se reservan al patio atrincherado de la casa del pueblo, que está desconchado y coronado con el gris de un cemento maltrecho que hoy hace juego con la camisa de Pedro.


Pedro es el marido de mi tía abuela Conchita y le roba azotes de rímel fugaz cuándo su mujer, navegante en su mundo de ignorancia de una algodonada postguerra, no se da ni cuenta. Pedro es marica desde que lo vi taconear en navidad, borracho de no tenerse, apartándose el flequillo de la frente. Pero Pedro es marica al que le importa qué dirá la gente. Se casó a culetazos y dice que se avinieron resignados a que la cigüeña no les visitase. Intuyo que Pedro es feliz porque me contó una hermana de mi abuela, que se modernizó al irse a vivir a Barcelona, que Pedro tuvo, durante veinte años, un amante de bragueta floja y mórbido porte. Miro a Pedro con ojos compasivos mientras encuentro en los cajones dónde busco los cubiertos, recetas de antidepresivos por cientos. Y, por cierto, todos a nombre de Pedro.

La hermana de mi abuela luce un moño de trazo cosmopolita y fuma con estilo, zafándose de la vulgaridad rancia que, con matices de perfume añejo, tiene cuándo levanta las cejas. Anita, que así se llama mi tía abuela la moderna, fue la que le bordó a Pedro las iniciales de su amante en las camisas de los entierros y me mira inquisidora instándome a canturrear copla.
No sé que le pasa hoy a Pedro. Da tumbos sobre la alfombra y se le enredan las manos como queriendo atrapar la tristeza. Salta al vacío de sus sentimientos mientras mueve las caderas al son del tintineo de los vasos. La tía Conchita le abraza y él le devuelve el cumplido como el que besa el felpudo que inmóvil se aposta en la puerta.

He salido a tomar el aire. Y he pensado, en el breve instante de inhalar con desasosiego oxígeno y abstraerme como longeva en mis cuentos, como tiene que ser enterŕar a tu muerto.

Vuelvo dentro y abrazo a Pedro. Se llamaba Enrique y lo dejó viudo, casado y con un amor desgraciado e impuesto.







 

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