30 may 2015

Día tres

Día 3.
La cita la cogí cuándo los fantasmas de la hipocondría estaban durmiendo la siesta. Nací con la muerte puesta, supongo que como cualquiera, pero tengo esa tendencia nociva y natural a tenerla siempre presente. Los pelícanos de mis frustraciones, siempre volando y de blanco, se arremolinan en la sala de espera del ginecólogo, que por más bonita que la vistan, no deja de ser la antesala de una sentencia.
No me interesa el mundo del corazón, en el mío ya no cabe más gent...e, y manoseo revistas con famosos de alto rango como la cajera que cuenta los billetes en mi banco. Devaneo filtrando miradas por la ventana que escurre las gotas del tiempo que me resta. Me gusta mi nombre pero hoy precisamente desearía volver a bautizarme y llamarme como la citología de las células de la paciente que me precede silbando. No me gusta que me trasteen por abajo, porque arriba sopla mejor el viento, pero, en este caso, le llaman preceptivo y necesario y, ante la insistencia de la edad de un dni con el que al SAS no engañas, aquí estoy, con cara de novicia, como la que nunca se preñó ni se quitó las bragas.
Me toca.
Ay, Dios…el corazón se me sale del pescuezo. Del pescuezo porque giro la cabeza por si alguien me salva con ojos solidarios, pero aquí sólo hay preñadas con maridos mimosos que le acarician el vientre. Asomo con cara de pena a la consulta, arreglando ya los papeles del deceso y me siento con el bolso entre las piernas, temblando, mientras me abstraigo en un ejercicio funambulista dejando caer mis pulseras de una mano a otra, de la otra a la una y así sucesivamente…mente, ésa que desearía amaestrar como la trompeta, la cabra y las noches felices y despeinadas de la feria.
El rostro que tengo delante dibuja la impasibilidad de quién no tiene ni útero ni ovarios y los que maneja no le pertenecen. Es de sentido común no absorber las historias ajenas de lágrimas muertas. Solidarizarse es un acto de fe que se agradece con preces y yo pido porque mi médico no se lleve a casa una paciente más envuelta en el papel celofán de la mala suerte.
Ahí está el sobre. Lo abre acariciando los bordes de mi destino mientras me trago la sal del llanto y agoto la musculatura en un acto de total decaimiento.
Sonríe.
-María, estás perfecta…
Que estoy perfecta…mi ginecólogo no sabe lo que dice. Acabo de marearme, el corazón se me ha roto en la soledad del diagnóstico más nefasto y las pulseras ruedan por el suelo mientras, en un amago falso de entereza y teatro, devuelvo un esbozo de sonrisa, atizando golpes a mi doblegado entendimiento.
Está lloviendo pero qué poco me estorba el paraguas. Es más, me he prometido a mí misma no volver a maldecirlo porque, al fin y al cabo, hoy es el bastón de mis sueños.
Y me acaban de decir que me quedan tantos como meses para mi próximo sufrimiento.
La revisiones rutinarias de mierda.
La única conclusión que hoy saco es que me gustan las pulseras, los paraguas, mis bragas y los billetes del banco.
Y volver a pisar la hierba.

 

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